Por algo fueron mujeres las víctimas
de las cacerías de brujas, y no sólo en los tiempos de la Inquisición.
Endemoniadas: espasmos y aullidos, quizá orgasmos, y para colmo de
escándalo, orgasmos múltiples. Sólo la posesión de Satán podía explicar
tanto fuego prohibido, que por el fuego era castigado. Mandaba Dios que
fueran quemadas vivas las pecadoras que ardían. La envidia y el pánico
ante el placer femenino no tenían nada de nuevo. Uno de los mitos más
antiguos y universales, común a muchas culturas de muchos tiempos y de
diversos lugares, es el mito de la vulva dentada, el sexo de la hembra
como boca llena de dientes, insaciable boca de piraña que se alimenta de
carne de machos. Y en este mundo de hoy, en este fin de siglo, hay
ciento veinte millones de mujeres mutiladas del clítoris.
No hay mujer que no resulte sospechosa de
mala conducta. Según los boleros, son todas ingratas; según los tangos,
son todas putas (menos mamá).
En los países del sur del mundo, una de
cada tres mujeres casadas recibe palizas, como parte de la rutina
conyugal, en castigo por lo que ha hecho o por lo que podría hacer:
—Estamos dormidas— dice una obrera del barrio Casavalle de Montevideo. —Algún príncipe te besa y te duerme. Cuando te despertás, el príncipe te aporrea.
Y otra:
—Yo tengo el miedo de mi madre, y mi madre tuvo el miedo de mi abuela.
Confirmaciones del derecho de propiedad:
el macho propietario comprueba a golpes su derecho de propiedad sobre la
hembra, como el macho y la hembra comprueban a golpes su derecho de
propiedad sobre los hijos.
Y las violaciones, ¿no son, acaso, ritos
que por la violencia celebran ese derecho? El violador no busca, ni
encuentra, placer: necesita someter. La violación graba a fuego una
marca de propiedad en el anca de la víctima, y es la expresión más
brutal del carácter fálico del poder, desde siempre expresado por la
flecha, la espada, el fusil, el cañón, el misil y otras erecciones.
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